Encierro.
Gritos ahogados se escuchan en un edificio, una joven muchacha que está sola, empieza a sentir la necesidad de estar con los suyos; extraña la comida de su madre, los abrazos de su padre y el mal humor de su hermano menor. Su respiración se vuelve agitada y su garganta no deja de picarle, ella sabía lo que se le venía, y el susto era el doble, porque ahora se hallaba en plena soledad. Quiere gritar, pero su voz no sale, quiere correr, pero sabe que no puede, quiere aire puro, pero solo consigue salir al balcón, un balcón con rejas que no le transmite nada de tranquilidad. Su única compañía son las lágrimas que le recorren las mejillas, aquellas con las que se había familiarizado noches anteriores. Las paredes del edificio se sienten tristes escuchándola llorar, y la abrazan en su amargura, aunque ella no lo sepa; los vecinos se tapan los oídos y pretenden no escuchar aquel dolor, aquella bronca, aquel sentimiento que poco a poco iba ganando terreno en la joven muchacha. Una cuarentena que la pone a prueba, una cuarentena que la hace entrar en crisis, una cuarentena que la marca a fuego, y aún no se imagina que aquello que la mantiene encerrada, es solo el comienzo de este camino borrascoso.
Una canción de blues resuena en una casa barrial, las hojas del otoño revoletean al compás de la melodía, y una pareja de ancianos despeja su mente bailando en el medio de la sala. Sonrisa nostálgica por parte de ella; recuerda perfectamente cuando fue la primera vez que escuchó esta canción. Un gran salón de baile, donde los jóvenes se divertían bailando, pero ella había encontrado un mejor entretenimiento esa noche, mirarlo a él. Un cuerpo alto y esbelto se hallaba reposando su peso sobre una barra, whisky en mano y su cigarro en la boca, todo un galán de película. La vista de este divagaba por el lugar, pero se detuvo cuando vio a la joven rubia bailar con sus amigas un jazz, y un escalofrío le recorrió la espalda. No lo pensó, no lo dudó e hizo lo que en ese momento su corazón le dictaba. Dejó el vaso sobre la barra y apagó el cigarro en una cajita de metal, limpió su traje y pasó su mano por su cabellera oscura, era el momento. Aquella canción que sonaba, sería la primera de tantas canciones que bailarían juntos, y ellos lo sabían, lo podían detectar en la mirada y en la forma en como sus corazones latían, corazones que latían con la misma intensidad 60 años después. Un aniversario en cuarentena, un aniversario que se debía celebrar por todo aquel amor que sigue intacto.
No importa en qué situación nos hallemos, en
qué lugar, qué trabajo, que personalidad o que tan espiritual logremos llegar a
ser, a todos, pero a todos... la cuarentena nos está transformando. Somos un
malabarista haciendo equilibrio en una fina soga, donde todo lo que logra ver
es una gran cornisa. Nos aplasta la incertidumbre de lo desconocido, nos
quiebra la psiquis el aislamiento, y nos agota la nueva rutina que adoptamos
obligatoriamente. Caos. Descontrol. Dolor. Angustia. Cansancio. Algunos de los
síntomas que no nos explicaron que tendríamos, pero acá estamos,
atravesándolos. No hay vacuna para la desesperación, no hay medicina para los
días perdidos, no hay remedio casero que alivie la pesadez que hoy nuestra alma
procesa. Una sola realidad que nos atraviesa a todos por igual, en diferente sintonía
pero que nos une en la penumbra de la noche, y nos hace volver a conectar con
el primer rayo de luz de la mañana. ¿Por ahora? Respetar las normas, respetar
el espacio nuestro, el de otros. Cuidarse entre sí, es la nueva prueba que el
Universo nos dio, un llamado de atención por todo lo que venimos haciendo mal,
un renacimiento humano que está en nuestras manos. Apuntar a volvernos mejor,
después de esta locura que nos atraviesa, a eso debemos apuntar, todos juntos.
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